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Se quejaba el personal esta mañana de lo difícil que estaba resultando este curso dar clases en ciertos cursos de primer ciclo de ESO ( y algún que otro tercero ). Como suele ser habitual, alguien salió con el “antes esto no pasaba”, y como la literatura reune entre sus cualidades la de ser memoria colectiva, recordé este pasaje de El árbol de la ciencia, de Pío Baroja, en el que el narrador relata la primera clase de Andrés Hurtado en la universidad a finales del siglo XIX. Y es que no hay nada nuevo bajo el sol; nihil novum sub sole…
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Sobre todo, aquella clase de Química de la antigua capilla del Instituto de San Isidro era escandalosa. El viejo profesor recordaba las conferencias del Instituto de Francia, de célebres químicos, y creía, sin duda, que explicando la obtención del nitrógeno y del cloro estaba haciendo un descubrimiento, y le gustaba que le aplaudieran. Satisfacía su pueril vanidad dejando los experimentos aparatosos para la conclusión de la clase con el fin de retirarse entre aplausos como un prestidigitador.
Los estudiantes le aplaudían, riendo a carcajadas. A veces, en medio de la clase, a alguno de los alumnos se le ocurría marcharse, se levantaba y se iba. Al bajar por la escalera de la gradería los pasos del fugitivo producían gran estrépito, y los demás muchachos sentados llevaban el compás golpeando con los pies y con los bastones.
En la clase se hablaba, se fumaba, se leían novelas, nadie seguía la explicación; alguno llegó a presentarse con una corneta, y cuando el profesor se disponía a echar en un vaso de agua un trozo de potasio, dio dos toques de atención; otro metió un perro vagabundo, y fue un problema echarlo.
Había estudiantes descarados que llegaban a las mayores insolencias; gritaban, rebuznaban, interrumpían al profesor. Una de las gracias de estos estudiantes era la de dar un nombre falso cuando se lo preguntaban.
-Usted -decía el profesor señalándole con el dedo, mientras le temblaba la perilla por la cólera-, ¿cómo se llama usted?
-¿Quién? ¿Yo?
-Sí, señor ¡usted, usted! ¿Cómo se llama usted? -añadía el profesor, mirando la lista.
-Salvador Sánchez.
-Alias Frascuelo -decía alguno, entendido con él.
-Me llamo Salvador Sánchez; no sé a quién le importará que me llame así, y si hay alguno que le importe, que lo diga -replicaba el estudiante, mirando al sitio de donde había salido la voz y haciéndose el incomodado.
-¡Vaya usted a paseo! -replicaba el otro.
-¡Eh! ¡Eh! ¡Fuera! ¡Al corral! -gritaban varias voces.
-Bueno, bueno. Está bien. Váyase usted -decía el profesor, temiendo las consecuencias de estos altercados.
El muchacho se marchaba, y a los pocos días volvía a repetir la gracia, dando como suyo el nombre de algún político célebre o de algún torero.
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Y todo esto no dejaría de ser pura anécdota si los tiempos no hubieran cambiado, pero lo malo es que estamos en pleno 2008 y no un siglo antes. Desgraciadamente, la enseñanza no va por buen camino, y esto se lo debemos – sobretodo – a nuestros insignes rectores educativos…